Era sábado. Teníamos una cita algo tarde, lo cuál me permitía dormir algo más. Pero de pronto Blanca entró en mi cuarto. Me dijo que tenía un regalo para mí. Que no me arrepentiría de salir de la cama. Que me encantaría. Entonces levantó la persiana y fuera nevaba. Caían copos de nieve diminutos y preciosos.
Diez años después de la última nevada, nuestro pueblo se teñía de blanco. Ver a tus montañas vestirse de blanco cuando vives cerca del mar es un placer que se da en contadas ocasiones.
Blanca no recordaba nuestra terraza en este estado. Por eso, ante su emoción, la animé a abrigarse y a coger la cámara. Y así, en pijama y despeinadas, compartimos unos momentos mágicos mientras los demás, en casa, dormían.